Un
poeta: Ángel González
Un pintor: Leonid
Afremov
FINALMENTE
Al
final de la vida,
no
sin melancolía,
comprobamos
que,
al margen ya de todo,
vale
la pena.
Poco
de lo restante prevalece.
El
bandoneón recorre
estremecidamente
escotes
y columnas vertebrales.
Aprisionado
por guitarras de amplio radio,
por
profundas y agónicas guitarras,
el
bandoneón estira
su
indolencia y su ronca
sonoridad
marina trasplantada.
Hay
un instante frívolo
cuando
baila la gente.
Hay
un momento turbio
en
el que desfallezco.
Hay
un minuto roto
en
el que todo es llanto.
Por
detrás del violín apunta la esperanza:
una
leve esperanza densamente imposible.
Sé que no has de
volver.
La
mujer canta.
Sé que no has
de volver. La noche
sigue. Sé
que no has de
volver.
La canción huye,
borracha
y sollozante,
hacia
la calle,
donde
el duro reflejo de unos vidrios helados
la
rechaza y la triza contra el suelo.
LA
TROMPETA
(Louis
Armstrong)
¡Qué
hermoso era el sonido de la trompeta
cuando
el músico contuvo el aliento
y
el aire de todo el Universo
entró
en aquel tubo ya libre
de
obstáculos!
Qué
bello resultaba el estremecimiento
producido
por el roce
de
los huracanes contra el metal,
de
los cálidos
vientos
del Sur, y luego del helado
austral,
que dio la vuelta al mundo.
El
viento solano llegó lleno de luz
salpicando
de sol y de verano.
El
siroco dejó un poco de arena,
y
el mistral
era
casi silencio,
igual
que los alisios.
Pero
escuchad,
escuchad
todavía
el
ramalazo,
la
poderosa ráfaga
que
trae gotas de azul
y
deja
sobre
la piel
la
húmeda caricia del salitre.
Un
grito agudo interrumpió la melodía.
El
artista, extrañado,
agitó
su instrumento,
y
cayó al suelo, yerto, rota,
una
brillante y negra golondrina.
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