Emprendemos nuestro viaje en busca de la huella
clásica en la novela La aldea perdida
del escritor asturiano D. Armando Palacio Valdés (1853-1938), un clásico que
parece haber caído en el olvido a pesar de ser uno de los escritores que más
ejemplares consiguió vender en vida y de los más traducidos. Admirado dentro y
fuera de España, llegó a estar nominado en dos ocasiones al Premio Nobel de
Literatura, la primera en el año 1927 y la segunda en 1928.
El interés del autor por los clásicos en general y
la mitología en particular lo manifiesta abiertamente en su novela
autobiográfica La novela de un novelista concretamente
en el pasaje que aparece en el capítulo XXXI titulado Segundas Lecturas: Leí en la
biblioteca de la Universidad la Iliada, de Homero, traducida en verso libre por
Hermosilla… me causó extremado placer…Por espacio de algunos días viví en constante
embeleso entre aquellos héroes tan divinos y aquellos dioses tan humanos.
La aldea perdida
Apenas comenzamos a ojear esta novela subtitulada novela-poema y comprobamos que la
relación de citas directas, indirectas o referencias a mitos y personajes
clásicos es constante.
En esta obra de 1903 el autor nos presenta un claro
enfrentamiento entre dos mundos, por una parte el bucólico-campesino añorado
por el recuerdo de la infancia del escritor que convierte a los aldeanos en
héroes y por otra parte el emergente mundo chabacano-industrial cuyos protagonistas
representan los antihéroes. Y todo ello envuelto en dos historias de amor melodramáticas que
concluyen en un doble asesinato.
En principio pudiéramos pensar que estamos ante una
obra sencilla, sin excesivas pretensiones, en cambio comprobaremos a lo largo
de estas líneas que La aldea perdida esconde
diferentes lecturas que salen a la luz según el prisma de cada lector. De hecho
desde su publicación hasta nuestros días han sido muchos los autores que se han
ocupado de analizar este poema novelesco llegando a conclusiones diferentes y a
menudo contradictorias. No obstante si en algo coinciden es en la mención de
los clásicos como fuente en la que bebe Palacio Valdés para crear la obra. Me
parece interesante dar un breve repaso a alguna de estas interpretaciones que de
ella se han hecho. Comenzamos por Pérez de Ayala para quien La aldea perdida es un poema homérico lleno de dulzura, de armonía,
de grandeza heroica destacando en su expresión el grácil desaliño de la fuente que mana, del lenguaje que fluye de los
poetas primitivos. En cambio para A. Ruiz de la Peña los rasgos formales de
la novela remiten al modernismo si bien bajo la elaboración de una prosa
poética de raíz clasicista y antirrealista. En un sentido similar apunta Gómez
Tabanera cuando habla de la obra como taracea
modernista, no exenta de revulsivos homéricos. Constatamos pues que hay una coincidencia en
ver un trasfondo clásico más concretamente la presencia poética de Homero.
Especial mención merece la opinión de quienes van
más allá y apuntan diversas referencias tanto mitológicas como la evidencia de
un sentimiento geórgico, la égloga, el mundo arcádico y bucólico pastoril, la
fábula alegórica, la “edad de oro”, el Beatus ille, el menosprecio de corte y
alabanza de aldea…
Dicho esto no podemos obviar una visión irónica,
humorística con cierto tono burlesco que
se percibe al leer la obra sin llegar a la opinión de Navarro y Ledesma para
quien la novela era pura broma digna
de Homero, pero no de un Homero cuando
estaba despierto. Más certera parece la opinión de uno de los mejores
estudiosos de la obra palaciovaldesiana, Brian J. Dendle, que constata la
asimilación irónica de los campesinos asturianos a los héroes de Homero y la
del narrador a Virgilio. Para Dendle la novela va más allá de la tierna auto-ironía, del escritor cincuentón hacia el
narrador niño, nostálgica de la Arcadia perdida, ya que la ironía lo impregna
todo hasta el punto de que un lector cómplice puede entenderla como una parodia
–género muy clásico también, como se sabe–, o como un poema heroico-cómico o
una novela “a la manera de” Homero y más que una novela, una fábula.
La narración se extiende a lo largo de veintidós
capítulos precedidos por una Invocación en la que leemos una consigna que
constituye toda una declaración de intenciones por parte del autor: Et in Arcadia ego. ¡Sí, yo también nací y
viví en Arcadia! También supe lo que era caminar en la santa inocencia del
corazón entre arboledas umbrías, bañarme en los arroyos cristalinos, hollar con
mis pies en la alfombra siempre verde. Por la mañana, el rocío dejaba
brillantes gotas sobre mis cabellos; al mediodía, el sol tostaba mi rostro, por
la tarde, cuando el crepúsculo descendía de lo alto del cielo, tornaba al hogar
por el sendero de la montaña y el disco azulado de la luna alumbraba mis pasos.”
Al instante como lectores nos viene al recuerdo la Arcadia idealizada por
Virgilio en su poema sobre la vida en el campo, Las Geórgicas. Pero Palacio Valdés va más allá en su Invocación y a
modo de canto griego presenta algunos personajes de la novela: ¡Aún no te he cantado, magnánimo Nolo! ¡Ni a
ti, intrépido Celso! ¡Ni a ti, ingenioso Quino! ¡Aún no ha caído a tus pies,
bella Demetria, la flor más espléndida que brotó de los campos de mi tierra!
Veamos, ¿qué
no podía faltar en este cuadro que nos ha pintado D. Armando? Evidentemente la
invocación a las Musas: Y vosotras,
sagradas musas, vosotras, a quienes rendí toda la vida culto fervoroso y
desinteresado, asistidme una vez más, coronad mis sienes, que ya blanquean, con
el laurel y el mirto de vuestros elegidos, y que este mi último canto sea el
más suave de todos. Haced, musas celestes, que suene grato en el oído de los
hombres y que, permitiéndoles olvidar un momento sus cuidados, les ayude a soportar
la pesadumbre de la vida.
Leemos esta Invocación y al momento identificamos, como ya había señalado Dendle, la
figura del narrador con Virgilio y de lo narrado con la Iliada de Homero.
Los títulos de algunos capítulos también tienen una
clara evocación clásica y así el capítulo primero La cólera de Nolo recuerda inevitablemente el canto I de la Iliada: Canta, diosa, la cólera aciaga de Aquiles Pelida. Asimismo otros títulos llaman nuestra atención
por su evidente reminiscencia clásica, por ejemplo el cap. VII Ninfas y sátiros o el cap. XIV Trabajos y días. Este último rápidamente
lo identificamos con Hesíodo quien en el s. VII a.C. escribió Los trabajos y los días con un claro
carácter didáctico aconsejando cómo cultivar los campos al tiempo que defendía
la justicia frente al abuso de los poderosos.
Personajes de la novela
La semejanza entre alguno de los personajes que
aparecen en la obra y las figuras míticas es más que evidente, tomemos como
ejemplo a uno de los protagonistas del bando de los antihéroes, el minero
Plutón, está clara la asimilación del personaje con el Hades griego aunque
Palacio Valdés elige la forma nominal romana de este dios del inframundo. Así
se explica el vínculo del personaje con el mito en la propia novela: La verdad es que él mismo no sabía el origen
mitológico de su nombre… Mr. Jacobi, ingeniero alemán, comenzó a llamarle
Plutón por haber nacido debajo de la tierra, y Plutón le quedó. ¿De qué mejor modo podría el autor en un solo
nombre condensar y hacer llegar al lector toda la carga negativa y el
menosprecio que sentía hacia el mundo de la destructora industrialización?
Demetria, protagonista femenina y diáfana asimilación de la diosa griega de
la agricultura, Deméter, cuyo simbolismo se recoge en la conversación que
mantiene don Félix y su primo don César de las Matas, cuando este anticipa la
trágica muerte de la protagonista femenina aun sin ser consciente de ello: La que ha muerto… es la gloriosa Demetria,
la diosa de la agricultura, la diosa que alimenta, como la llama Homero…, ésa
que vosotros los latinistas llamáis Ceres… Demetria ha muerto y se prepara para
el advenimiento de un nuevo reinado: el reinado de Plutón. Interesante sin duda la descripción que el
narrador hace de esta mujer a la hora de acercarnos el personaje: Sus facciones de pureza escultórica, su
hermosa frente erguida con arrogancia y la grave serenidad de su mirada, no
exenta de severidad, traían a la memoria la cabeza de la Juno de Ludovisi.
Ceñíale la garganta triple sarta de corales que manchaban de rojo su pecho de
nieve.
Nolo, pareja de Demetria, es descrito por Palacio
Valdés como si fuese el dios Apolo: Era
un mozo de veintidós años, de elevada estatura y gallarda presencia, la tez
blanca, las facciones correctas, los cabellos negros y ensortijados, los ojos
grandes y debajo de la abierta camisa se veía un pecho levantado de atleta. Los
brazos redondos y vigorosos, acusando tanta flexibilidad como fuerza. Su
actitud noble y tranquila, su belleza imponente, traían al recuerdo la imagen
del dios Apolo cuando, desterrado del Olimpo sirvió de pastor en casa de Admeto,
rey de Tesalia. Este fragmento rememora el castigo que sufrió Apolo después
de matar a los Cíclopes que forjaban el rayo, por semejante crueldad fue arrojado
del Olimpo y condenado a vagar sobre la tierra, momento en el que se dedicó como
pastor a cuidar los rebaños del rey de Tesalia.
Jacinto ese joven atractivo asturiano que disfruta
del amor aunque al final esté condenado a un destino trágico está sin duda
inspirado en el mito griego de igual nombre, recordemos que este joven gozaba
de su amor con el dios Apolo cuando inesperadamente fallece mientras jugaba con
el dios a lanzarse el disco; fortuito o nefasto accidente o quién sabe si debido
a la acción del celoso Céfiro.
Flora, dios romana de las plantas, da nombre a otra
de las protagonistas femeninas.
Siguiendo con los personajes de la novela uno de los
recursos literarios que llama nuestra atención es su caracterización e
idealización a través de un adjetivo que los describe, a semejanza de los
epítetos de Homero: heroico Celso, ingenioso Quino, pernicioso Bartolo,
hermosa Telva, intrépido Celso, magnánimo Nolo... (en la Iliada leíamos: ingenioso
Odiseo, divino Alejandro, valiente Diomedes, magnánimo Néstor, noble Héctor…).
Esto me lleva a comentar el modo en que Palacio Valdés describe la acción épica
de los personajes como si fuesen los héroes protagonistas de la lírica de
Homero si bien aquí se han transformado en campesinos que habitan la hermosa tierra asturiana de
Laviana: en Nolo reconocemos las cualidades de Aquiles; en el prudente y astuto Quino vemos la réplica de
Ulises; en el hermoso Jacinto descubrimos a Patroclo; ante la presencia de
Toribión el de recias espaladas recordamos al gran Áyax; tras el pernicioso
Bartolo oteamos al chacharrero Tersites…
La narración de las habituales peleas de nuestros
héroes asturianos es muy significativa. Basten los fragmentos que a
continuación transcribiré como ejemplo de los diferentes episodios bélicos que
se relatan en la novela y que bien pudieran incluirse en alguno de los
enfrentamientos cantados por los aedos griegos y romanos: La pelea se generalizó. Los guerreros de Lorío se lanzaron sobre los de
Entralgo con furiosos gritos. Éstos, aunque menos en número, resistieron el
choque a pie firme sin pensar en huir. Crujía el aire con la violencia de los
palos: restallaban éstos y se quebraban algunas veces en las manos de los
héroes; sonaban los golpes de unos y de otros con fragor en el silencio de la
noche; escuchábanse gritos, lamentos, amenazas; todo formaba infernal algarabía
de muerte. Los resplandores de la hoguera alumbraban aquella lucha en que por
ambas partes se peleaba con furia insaciable… Escucháronse a la vez gritos de triunfo y lamentos, imprecaciones y
vivas. Como dos ríos impetuosos que caen de la montaña, y sus aguas se tropiezan
en el valle con fragoroso estruendo que se oye a lo lejos, así los dos
ejércitos rivales cayeron el uno sobre el otro. Igual furor les anima; el deseo
de gloria agita sus corazones.
Dejemos por el momento a nuestros héroes para
destacar la presencia en la obra del coro.
Sabemos que en la estructura formal de la tragedia griega su presencia fue
esencial ya que del coro surgió el Corifeo y por lo tanto la figura del actor
que ya no cantaba sino que recitaba los versos; aunque establecer aquí la función
del coro griego excede nuestro propósito sí quisiera no obstante señalar que el
coro representaba a la ciudad por la que hablaba, además y por lo general su
aparición iba precedida de la actuación de un personaje. Pues bien, en La aldea perdida el coro representado
por la comunidad rural también marca la colectividad frente al individuo si
bien se puede distinguir una doble función del mismo, una claramente molesta y
corrosiva, representada por el coro de sabias sobre el que percibimos el tono
irónico y crítico del autor: Cerca de
ellas, sentadas en el suelo, había un corro de cuatro mujerucas, las cuales
cuchicheaban desaforadamente…Eran las sabias del lugar… Todas las vidas, todos los
sucesos, hasta los más ínfimos de la parroquia, pasaban uno a uno por el tamiz
de aquel corro. Pero también hay un
coro que agrada a Palacio Valdés: … el
coro de viejos y viejas que escuchaba aplaudió calurosamente su discurso.
En este sucinto repaso a los actores de la obra no
quiero olvidarme de don César de las Matas de Arbín, y es que cada actuación de
este personaje es un prodigio de evocación del mundo clásico pero en especial
de su añorado universo helénico aunque su percepción sea muy sui generis. Lo comprobamos en las
palabras que el autor pone en boca del capitán don Félix: no halló arbitrio mejor en aquel aprieto que ir a consultar el caso con
su primo don César, uno de “los pocos sabios que en el mundo han sido”, el
octavo de Grecia, a no haberse retrasado algunos siglos en su nacimiento. Es don
César hombre de extrema pasión por lo griego, exceptuando al gran Pericles de quien el señor de las Matas llega a decir: Pericles fue un corruptor en todos los
órdenes, un tirano que saqueó indignamente a los aliados para recrear a los
atenienses y tenerlos propicios.
Para evidenciar la nostalgia que don César sentía leemos el siguiente
fragmento donde profetiza: ¡Ay de los
pueblos que corren presurosos en busca de las novedades! ¡Ay de los aqueos! El
régimen austero, la vida sobria y sencilla que formó a los hombres en Maratón y
las Termópilas desaparecerá muy presto.
Sería casi imposible reproducir aquí tanta
referencia clásica como brota de las palabras de don César, baste anotar
algunas figuras o acontecimientos destacados que aparecen, además de los anteriormente
mencionados: Tracios, periecos, Pan, las ninfas, la Guerra del Peloponeso, las
águilas romanas, Augusto, Dioniso de Siracusa, Diana cazadora, Chipre, Rodas,
Títiro, Virgilio, el cisne de Mantua, Teseo, Zenón, Sócrates, Aristófanes,
Júpiter, Cratinos, la milesia Aspasia, Esparta, Plutarco, Leuctres, Roma,
Platea, Amarilis, Mirtale, Himeto, Heráclito, Eurípides, etc. etc.
Visto todo esto no extraña que algunos estudiosos de
la obra hayan afirmado que tras este personaje se esconde el propio autor, un
hombre que vive añorando un mundo que se extingue. Sin embargo de una lectura más
detallada de la novela no se nos puede escapar el tono irónico con el que el
autor describe buena parte de las intervenciones del señor de las Matas. Nos
queda pues como lectores un doble
sentimiento ante este personaje, por un lado nos conmueve y por otro nos
resulta esperpéntico. Esta dualidad también se observa en otro personaje de la
obra La novela de un novelista, el
catedrático de Retórica y Poética y ampliación de Latín, ambos personajes
comparten una delirante devoción por los clásicos grecorromanos junto con el
goce de la vida en el campo que tan bien alaba Horacio en su Beatus ille qui procul negotiis, ut prisca
gens mortalium paterna rura bobus exercet suis.
Pero el mundo clásico como hemos visto no solo se
manifiesta en la figura del vehemente helenista de Arbín sino que a lo largo de
la obra el narrador lo utiliza con relativa frecuencia para describir otros
personajes, tomemos como ejemplo la forma irónica y sarcástica que utiliza para
darnos a conocer el insaciable apetito de don Casiano: Por su complexión ciclópea, por su faz de escarlata, la fuerza de sus
jugos digestivos y la eterna risa que brotaba de su pecho como torrente que se
despeña, pertenecía a otra edad remota, no a la presente. Era digno de sentarse
en algún festín pelásgico o, cuando menos, de asistir a la famosa hecatombe que
Néstor, rey de Pylos arenosa, celebró en
honor de Neptuno, y comerse uno de aquellos bueyes a medio asar.
Termino con este buen sentido del humor haciendo
notar que Armando Palacio Valdés convierte en una parodia este poema novelesco
compuesto al modo literario de Homero pero en un paisaje natural asturiano que
rememora la Arcadia de Virgilio. En la aldea perdida encontraréis musas, coro,
dioses y diosas, ninfas y sátiros, astutos y valiente héroes. Todos
representantes de un universo bucólico e ideal que desgraciadamente sucumbe en
un previsible y nefasto final: el triunfo de Plutón.
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Bibliografía:
A. Palacio Valdés, La aldea perdida. Novela-poema de costumbres
campesinas, Ayuntamiento de Laviana, Ediciones del Centro de Interpretación
Armando Palacio Valdés nº5, 2006
A. Palacio Valdés, La novela de un novelista. Escenas de la
infancia y adolescencia, Ayuntamiento de Laviana, Ediciones del Centro de
Interpretación Armando Palacio Valdés nº3, 2005
Francisco Caudet, “La aldea perdida, novela de tesis” en B.
Dendle, S. Miller (Ed.), Estudios sobre Palacio Valdés, Ottawa, Dovehouse
Editions, 1993
E. Lorenzo y A. Ruiz
de la Peña, A.V., Palacio Valdés Un
clásico olvidado (1853-2003) Actas del Congreso celebrado en Entralgo – Laviana,
Editadas por Elena Lorenzo Álvarez y Álvaro Ruíz de la Peña, Excelentísimo
Ayuntamiento de Laviana, 2005
J.M. Gómez-Tabanera, La aldea perdida de A. Palacio Valdés
(1903), como fuente de información para un perfil antrológico de la Asturias del
siglo XIX; Aproximaciones a Palacio Valdés; Grucomi, Ayto. Laviana, 2005