En este cuento Benedetti
plantea un tema complejo, el de la amnesia voluntaria, provocada por una experiencia
traumática. En Miss Amnesia la joven protagonista
no recuerda ni siquiera quién es o dónde está. Esto la condena a repetir una y
otra vez la misma pesadilla que ha causado su pérdida de memoria.
Lo cierto es que después de
leer este cuento nos queda un evidente desasosiego al contemplar impotentes cómo
la protagonista debe revivir constantemente
el mismo encuentro con su abusador sin ser consciente de ello.
Tras el cuento encontraréis
un corto dirigido por el venezolano Alvaro León en el año 2003, basado en esta
narración breve de Benedetti. Solo destacar el cambio de escenario, si en el cuento
del escritor uruguayo la acción se sitúa en Montevideo en el video se desarrolla en Caracas.
Miss Amnesia
La muchacha abrió los ojos y se sintió apabullada por su propio
desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio
que su falda era marrón y que la blusa era crema. No tenía cartera. Su reloj
pulsera marcaba las cuatro y cuarto. Sintió que su lengua estaba pastosa y que
las sienes le palpitaban. Miró sus manos y vio que las uñas tenían un esmalte
transparente. Estaba sentada en el banco de una plaza con arboles, una plaza
que en el centro tenía una fuente vieja, con angelitos, y algo así como tres
platos paralelos. Le pareció horrible. Desde su banco veía comercios, grandes
letreros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido
Nacional. Junto a su pie izquierdo vio un trozo de espejo, en forma de
triángulo. Lo recogió. Fue consciente de una enfermiza curiosidad cuando se
enfrentó a aquel rostro que era el suyo. Fue como si lo viera por primera vez.
No le trajo ningún recuerdo. Trató de calcular su edad. Tendré dieciséis o
diecisiete años, pensó. Curiosamente, recordaba los nombres de las cosas
(sabía que esto era un banco, eso una columna, aquello una fuente, aquello otro
un letrero), pero no podía situarse a sí misma en un lugar y en un tiempo.
Volvió a pensar, esta vez en voz alta: “Sí debo tener dieciséis o diecisiete”,
sólo para confirmar que era una frase en español. Se preguntó si además
hablaría otro idioma. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una
sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Estaba asombrada, claro,
pero el asombro no le producía desagrado. Tenía la confusa impresión de que
esto era mejor que cualquier otra cosa, como si a sus espaldas quedara algo
abyecto, algo horrible. Sobre su cabeza el verde de los árboles tenía dos
tonos, y el ciclo casi no se veía. Las palomas se acercaron a ella, pero en
seguida se retiraron, defraudadas. En realidad, no tenía nada para darles. Un
mundo de gente pasaba junto al banco, sin prestarle atención. Sólo algún
muchacho la miraba. Ella estaba dispuesta a dialogar, incluso lo deseaba, pero
aquellos volubles contempladores siempre terminaban por vencer su vacilación y
seguían su camino. Entonces alguien se separó de la corriente. Era un hombre
cincuentón, bien vestido, peinado impecablemente, con alfiler de corbata y
portafolio negro. Ella intuyó que le iba a hablar. ¿Me habrá reconocido? pensó.
Y tuvo miedo de que aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se
sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre simplemente vino y
preguntó: “¿Le sucede algo, señorita?” Ella lo contempló largamente. La cara
del tipo le ínspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. “Hace
un rato abrí los ojos en esta plaza y no recuerdo nada, nada de lo de antes.”
Tuvo la impresión de que no eran necesarias más palabras. Se dio cuenta de su
propia sonrisa cuando vio que el hombre también sonreía. Él le tendió la mano.
Dijo: “Mi nombre es Roldán, Félix Roldán”. “Yo no sé mi nombre”, dijo ella,
pero estrechó la mano. “No importa. Usted no puede quedarse aquí. Venga conmigo.
¿Quiere?” Claro que quería. Cuando se incorporó, miró hacia las palomas que
otra vez la rodeaban, y reflexionó: Qué suerte, soy alta. El hombre llamado
Roldán la tomó suavemente del codo, y le propuso un rumbo. “Es cerca”, dijo.
¿Qué sería lo cerca? No importaba. La muchacha se sentía como una turista.
Nada le era extraño y sin embargo no podía reconocer ningún detalle.
Espontáneamente, enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte. El traje era suave,
de una tela peinada, seguramente costosa. Miró hacia arriba (el hombre era
alto) y le sonrió. Él también sonrió, aunque esta vez separó un poco los
labios. La muchacha alcanzó a ver un diente de oro. No preguntó por el nombre
de la ciudad. Fue él quien le instruyó: “Montevideo”. La palabra cayó en un
hondo vacío. Nada. Absolutamente nada. Ahora iban por una calle angosta, con
baldosas levantadas y obras en construcción. Los autobuses pasaban junto al
cordón y a veces provocaban salpicaduras de un agua barrosa. Ella pasó la mano
por sus piernas para limpiarse unas gotas oscuras. Entonces vio que no tenía
medías. Se acordó de la palabra medias. Miró hacia arriba y encontró unos
balcones viejos, con ropa tendida y un hombre en pijama. Decidió que le
gustaba la ciudad.
“Aquí estamos”, dijo el hombre llamado Roldán junto a una puerta de doble
hoja. Ella pasó primero. En el ascensor, el hombre marcó el piso quinto. No
dijo una palabra, pero la miró con ojos inquietos. Ella retribuyó con una mirada
rebosante de confianza. Cuando él sacó la llave para abrir la puerta del
apartamento, la muchacha vio que en la mano derecha él llevaba una alianza y
además otro anillo con una piedra roja. No pudo recordar cómo se llamaban las
piedras rojas. En el apartamento no había nadie. Al abrirse la puerta, llegó de
adentro una bocanada de olor a encierro, a confinamiento. El hombre llamado
Roldán abrió una ventana y la invitó a sentarse en uno de los sillones. Luego
trajo copas, hielo, whisky. Ella recordó las palabras hielo y copa. No la
palabra whisky. El primer trago de alcohol la bizo toser, pero le cayó bien. La
mirada de la muchacha recorrió los muebles, las paredes, los cuadros. Decidió
que el conjunto no era armónico, pero estaba en la mejor disposición de ánimo
y no se escandalizó. Miró otra vez al hombre y se sintió cómoda, segura. Ojalá
nunca recuerde nada hacia atrás, pensó. Entonces el hombre soltó una carcajada
que la sobresaltó, “Ahora decime, mosquita muerta. Ahora que estamos solos y
tranquilos, eh, vas a decirme quién sos.” Ella volvió a toser y abrió desmesuradamente
los ojos. “Ya le dije, no me acuerdo.” Le pareció que el hombre estaba
cambiando vertiginosamente, como si cada vez estuviera menos elegante y más
ramplón, como si por debajo del alfiler de corbata o del traje de tela peinada,
le empezara a brotar una espesa vulgaridad, una inesperada antipatía. “¿Miss
Amnesia? ¿Verdad?” Y eso ¿qué significaba? Ella no entendía nada, pero sintió
que empezaba a tener miedo, casi tanto miedo de este absurdo presente como del
hermético pasado. “Che, miss Amnesia”, estalló el hombre en otra risotada,
“¿sabes que sos bastante original? Te juro que es la primera vez que me pasa
algo así. ¿Sos nueva ola o qué?” La mano del hombre llamado Roldán se aproximó.
Era la mano del mismo brazo fuerte que ella había tomado espontáneamente allá
en la plaza. Pero en rigor era otra mano. Velluda, ansiosa, casi cuadrada.
Inmovilizada por el terror, ella advirtió que no podía hacer nada. La mano
llegó al escote y trató de introducirse. Pero había cuatro botones que
dificultaban la operación. Entonces la mano tiró hacia abajo y saltaron tres de
los botones. Uno de ellos rodó largamente hasta que se estrelló contra el
zócalo. Mientras duró el ruidito, ambos quedaron inmóviles. La muchacha
aprovechó esa breve espera involuntaria para incorporarse de un salto, con el
vaso todavía en la mano. El hombre llamado Roldán se le fue encima. Ella
sintió que el tipo la empujaba hacia un amplio sofá tapizado de verde. Sólo decía:
“Mosquita muerta, mosquita muerta”. Se dio cuenta de que el horrible aliento
del tipo se detenía primero en su pescuezo, luego en su oreja, después en sus
labios. Advirtió que aquellas manos poderosas, repugnantes, trataban de
aflojarle la ropa. Sintió que se asfixiaba, que ya no daba más. Entonces notó
que sus dedos apretaban aún el vaso que había tenido whisky. Hizo otro esfuerzo
sobrehumano, se incorporó a medias, y pegó con el vaso, sin soltarlo, en el
rostro de Roldán. Este se fue hacia atrás, se balanceó un poco y finalmente
resbaló junto al sofá verde. La muchacha asumió íntegramente su pánico. Saltó
sobre el cuerpo del hombre, aflojó al fin el vaso (que cayó sobre una
alfombrita, sin romperse), corrió hacia la puerta, la abrió, salió al pasillo
y bajó espantada los cinco pisos. Por la escalera, claro. En la calle pudo
acomodarse el escote, gracias al único botón sobreviviente. Empezó a caminar
ligero, casi corriendo. Con espanto, con angustia, también con tristeza y
siempre pensando: Tengo que olvidarme de esto, tengo que olvidarme de esto.
Reconoció la plaza y reconoció el banco en que había estado sentada. Ahora
estaba vacío. Así que se sentó. Una de las palomas pareció examinarla, pero
ella no estaba en condiciones de hacer ningún gesto. Sólo tenía una idea
obsesiva: Tengo que olvidarme, Dios mío haz que me olvide también de esta
vergüenza. Echó la cabeza hacia atrás y tuvo la sensación de que se desmayaba.
Cuando la muchacha abrió los ojos, se sintió apabullada por su desconcierto. No
recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era
marrón y que su blusa, en cuyo escote faltaban tres botones, era de color
crema. No tenía cartera. Su reloj marcaba las siete y veinticinco. Estaba sentada
en el banco de una plaza con árboles, una plaza que en el centró tenía una
fuente vieja, con angelitos y algo así como tres platos paralelos. Le pareció
horrible. Desde el banco veía comercios, grandes letreros. Pudo leer: Nogaró,
Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Nada. No recordaba nada.
Sin embargo, experimentaba una sensación de alivio, de serenidad, casi de
inocencia. Tenía la confusa impresión de que esto era mejor que cualquier otra
cosa, como si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo terrible. La gente
pasaba junto al banco. Con niños, con portafolios, con paraguas. Entonces
alguien se separó de aquel desfile interminable. Era un hombre cincuentón,
bien vestido, peinado impecablemente, con portafolio negro, alfiler de corbata
y un parchecito blanco sobre el ojo. ¿Será alguien que me conoce? pensó ella,
y tuvo miedo de que aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se
sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre se acercó y preguntó
simplemente: “¿Le sucede algo, señorita?” Ella ló contempló largamente. La cara
del tipo le inspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. Vio
que el hombre le tendía la manó y oyó que decía: “Mi nombre es Roldán. Félix
Roldán”. Después de todo, el nombre era lo de menos. Así que se incorporó y
espontáneamente enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte.
La muerte y otras sorpresas, 1968