© José Ayma
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En recuerdo de Manuel Vázquez Montalbán.
Claire
estaba de paso y a medida que avanzaba por una ciudad en destrucción y
reconstrucción se sentía como un adolescente a la espera de la muchacha que le
ha de hacer infeliz y adulto, esa muchacha que de pronto desaparece y que
alguna vez se recupera treinta años después, cuando es demasiado tarde para
casi todo. Se escuchó cantar un viejo bolero, envalentonado por la espuma del
alcohol que le subía hasta el cerebro. Qué
lástima, por qué no me lo dijo / si lo hubiera sabido sería toda de él.
Señor Carvalho, si usted me hubiera insinuado algo, yo habría renunciado a mi
griego irrepetible y me hubiera ofrecido a usted al final del laberinto, como
premio en el recorrido de la búsqueda de la verdad, ¿sabe usted qué quiere decir alezeia en griego clásico? Si era capaz
de hacerse la pregunta aunque la pusiera en labios de Claire, es porque sabía o
en algún momento había sabido qué quiere decir alezeia en griego clásico. Al final del laberinto podría encontrar
a Claire, una vez resuelto lo de los griegos, porque de lo contrario si alguna
vez, dentro de treinta años podía volver a encontrar a Claire, estaba seguro de
que no sería en una estación, equivocándose de
despedidas, sino en algún cementerio. Tal vez la vuelva a ver dentro de treinta
años cuando ella venga a poner flores a alguna tumba y pase junto a la mía y la
retenga un pellizco de la memoria: ¿Carvalho? Pepe Carvalho, ¿de qué me suena?
O quizá Carvalho consiguiera vivir treinta años más para encontrarse con Claire
en una acera y ella, en su decadente madurez, le ayudaría a cruzar la calle y
él, por tratarse de ella, haría una excepción y se dejaría ayudar, en lugar de
darle un bastonazo. En cualquier caso la capacidad de ensoñar, imaginar,
predecir el final de aquel extraño capricho emocional conducía al género
burlesco, pero Carvalho se complacía merodeando en torno de todas las impotencias
presentidas. No le había pasado desde hacía muchos años y se sentía más
ridículo que culpable del ejercicio de sinceridad de no llamar a Charo para no
imponerle la hipocresía de una solicitud que no sentía. Tenía la solicitud monopolizada.
Se sentía cruel, legítimamente cruel, como sólo puede sentirse un animal
racional enamorado. Y a medida que le crecía el sentimiento era menos ridículo
confesárselo y se encontraba diferente, más próximo a sí mismo, cuando los cristales
de los escaparates le devolvían la imagen de un hombre que ya sería demasiado
viejo en el año dos mil, que jamás había sentido la curiosidad por doblar
aquella esquina del tiempo. Cuando era adolescente y estaba lejos del objeto de
su deseo, acostumbraba a descender las Ramblas en la creencia de que ella le
esperaría en el puerto. Jamás se había verificado aquella presunción, pero
Carvalho había sido fiel al impulso cada vez que posteriormente se había
sumergido en la agridulce imbecilidad del amor. Cuando se descubrió a sí mismo Ramblas
abajo, siguiendo el rastro del adolescente que había sido, consiguió
controlarse y desviar los pasos para meterse en Can Boadas, en busca de un
primer martini de tiento, y si no le gustaba el primer martini, pediría el
cóctel del día. Un martini es como una pieza de cerámica o como un guiso
artesano, nunca sale a la perfección y siempre te deja con las ganas del
martini ideal. El primero que le dieron estaba lo suficientemente bien como
para tomar un segundo y así llegó el tercero. Los martinis le alcoholizaban la
psicología más que la sangre y hacían de él una persona casi simpática, lo
suficiente como para entablar conversación con un tipo bajito que bebía una
bebida larga con mucho hielo en el vaso y mucha melancolía en los ojos.
– ¿Alcohólico anónimo?
– No,
diputado en el Parlamento de Cataluña.
(Manuel
Vázquez Montalbán, El laberinto griego)
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