viernes, 18 de octubre de 2013

Manuel Vázquez Montalbán: El laberinto griego.




© José Ayma























En recuerdo de Manuel Vázquez Montalbán. 



Claire estaba de paso y a medida que avanzaba por una ciudad en destrucción y reconstrucción se sentía como un adolescente a la espera de la muchacha que le ha de hacer infeliz y adulto, esa muchacha que de pronto desaparece y que alguna vez se recupera treinta años después, cuando es demasiado tarde para casi todo. Se escuchó cantar un viejo bolero, envalentonado por la espuma del alcohol que le subía hasta el cerebro. Qué lástima, por qué no me lo dijo / si lo hubiera sabido sería toda de él. Señor Carvalho, si usted me hubiera insinuado algo, yo habría renunciado a mi griego irrepetible y me hubiera ofrecido a usted al final del laberinto, como premio en el recorrido de la búsqueda de la verdad,  ¿sabe usted qué quiere decir alezeia en griego clásico? Si era capaz de hacerse la pregunta aunque la pusiera en labios de Claire, es porque sabía o en algún momento había sabido qué quiere decir alezeia en griego clásico. Al final del laberinto podría encontrar a Claire, una vez resuelto lo de los griegos, porque de lo contrario si alguna vez, dentro de treinta años podía volver a encontrar a Claire, estaba seguro de que no sería en una estación, equivocándose de  despedidas, sino en algún cementerio. Tal vez la vuelva a ver dentro de treinta años cuando ella venga a poner flores a alguna tumba y pase junto a la mía y la retenga un pellizco de la memoria: ¿Carvalho? Pepe Carvalho, ¿de qué me suena? O quizá Carvalho consiguiera vivir treinta años más para encontrarse con Claire en una acera y ella, en su decadente madurez, le ayudaría a cruzar la calle y él, por tratarse de ella, haría una excepción y se dejaría ayudar, en lugar de darle un bastonazo. En cualquier caso la capacidad de ensoñar, imaginar, predecir el final de aquel extraño capricho emocional conducía al género burlesco, pero Carvalho se complacía merodeando en torno de todas las impotencias presentidas. No le había pasado desde hacía muchos años y se sentía más ridículo que culpable del ejercicio de sinceridad de no llamar a Charo para no imponerle la hipocresía de una solicitud que no sentía. Tenía la solicitud monopolizada. Se sentía cruel, legítimamente cruel, como sólo puede sentirse un animal racional enamorado. Y a medida que le crecía el sentimiento era menos ridículo confesárselo y se encontraba diferente, más próximo a sí mismo, cuando los cristales de los escaparates le devolvían la imagen de un hombre que ya sería demasiado viejo en el año dos mil, que jamás había sentido la curiosidad por doblar aquella esquina del tiempo. Cuando era adolescente y estaba lejos del objeto de su deseo, acostumbraba a descender las Ramblas en la creencia de que ella le esperaría en el puerto. Jamás se había verificado aquella presunción, pero Carvalho había sido fiel al impulso cada vez que posteriormente se había sumergido en la agridulce imbecilidad del amor. Cuando se descubrió a sí mismo Ramblas abajo, siguiendo el rastro del adolescente que había sido, consiguió controlarse y desviar los pasos para meterse en Can Boadas, en busca de un primer martini de tiento, y si no le gustaba el primer martini, pediría el cóctel del día. Un martini es como una pieza de cerámica o como un guiso artesano, nunca sale a la perfección y siempre te deja con las ganas del martini ideal. El primero que le dieron estaba lo suficientemente bien como para tomar un segundo y así llegó el tercero. Los martinis le alcoholizaban la psicología más que la sangre y hacían de él una persona casi simpática, lo suficiente como para entablar conversación con un tipo bajito que bebía una bebida larga con mucho hielo en el vaso y mucha melancolía en los ojos.

 ¿Alcohólico anónimo? 

– No, diputado en el Parlamento de Cataluña.


(Manuel Vázquez Montalbán, El laberinto griego)


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