El Greco,
El caballero de la mano en el pecho
(c.1580)
Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los
demás acomodádose como menos mal pudieron, don Quijote se salió fuera de la
venta a hacer la centinela del castillo, como lo había prometido. Sucedió,
pues, que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de las damas una
voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le prestasen atento
oído, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a cuyo lado dormía doña
Clara de Viedma, que ansí se llamaba la hija del oidor. Nadie podía imaginar
quién era la persona que tan bien cantaba, y era una voz sola, sin que la
acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía que cantaban en el patio;
otras, que en la caballeriza; y, estando en esta confusión muy atentas, llegó a
la puerta del aposento Cardenio y dijo:
-Quien no duerme, escuche; que oirán una voz de un mozo de mulas, que de tal
manera canta que encanta.
-Ya lo oímos, señor -respondió Dorotea.
Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea, poniendo
toda la atención posible, entendió que lo que se cantaba era esto:
Marinero soy de amor,
y
en su piélago profundo,
navego
sin esperanza
de
llegar a puerto alguno.
Siguiendo voy a una estrella
que
desde lejos descubro,
más
bella y resplandeciente
que
cuantas vió Palinuro.
Yo no sé adónde me guía
y,
así, navego confuso,
el
alma a mirarla atenta,
cuidadosa
y con descuido.
Recatos impertinentes,
honestidad
contra el uso,
son
nubes que me la encubren
cuando
más verla procuro.
¡Oh clara y luciente estrella,
en
cuya lumbre me apuro!;
al
punto que te me encubras,
será
de mi muerte el punto.
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