jueves, 27 de junio de 2013

Marinero soy de amor





El Greco, 
El caballero de la mano en el pecho (c.1580)




Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los demás acomodádose como menos mal pudieron, don Quijote se salió fuera de la venta a hacer la centinela del castillo, como lo había prometido. Sucedió, pues, que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le prestasen atento oído, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que ansí se llamaba la hija del oidor. Nadie podía imaginar quién era la persona que tan bien cantaba, y era una voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía que cantaban en el patio; otras, que en la caballeriza; y, estando en esta confusión muy atentas, llegó a la puerta del aposento Cardenio y dijo: 

-Quien no duerme, escuche; que oirán una voz de un mozo de mulas, que de tal manera canta que encanta. 
-Ya lo oímos, señor -respondió Dorotea. 

Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea, poniendo toda la atención posible, entendió que lo que se cantaba era esto: 


    Marinero soy de amor,
y en su piélago profundo,
navego sin esperanza
de llegar a puerto alguno.

    Siguiendo voy a una estrella
que desde lejos descubro,
más bella y resplandeciente
que cuantas vió Palinuro.

    Yo no sé adónde me guía
y, así, navego confuso,
el alma a mirarla atenta,
cuidadosa y con descuido.

    Recatos impertinentes,
honestidad contra el uso,
son nubes que me la encubren
cuando más verla procuro.

    ¡Oh clara y luciente estrella,
en cuya lumbre me apuro!;
al punto que te me encubras,
será de mi muerte el punto.



Miguel de Cervantes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha, Parte I, Cap. XLII









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