En Memorias de Adriano, novela escrita por Marguerite Yourcenar, el imaginario de la
autora revive al emperador Adriano en su
vejez realizando un ejercicio de introspección sobre su vida y la de Roma en el siglo II d.C. bajo la forma de una carta dirigida a Marco Aurelio. Estamos ante una “autobiografía” que en
realidad es un hermoso ejercicio de recreación literaria de la autora, pura prosa
poética.
Es una
novela de experiencia vital no de acción; de hecho la ausencia
de movimiento hace que sea un tanto compleja si bien la cantidad de ideas, reflexiones
que encontramos entre sus páginas sobre la vida, la muerte, la libertad, la
guerra, el amor... la convierten en una
joya literaria y su lectura en un extraordinario placer.
Trahit suaquemque voluptas. A cada
uno su senda; y también su meta, su ambición si se quiere, su gusto más secreto y
su más claro ideal. El mío estaba encerrado en la palabra belleza, tan difícil
de definir a pesar de todas las evidencias de los sentidos y los ojos. Me
sentía responsable de la belleza del mundo. Quería que las ciudades fueran
espléndidas, ventiladas, regadas por aguas límpidas, pobladas por seres humanos
cuyo cuerpo no se viera estropeado por las marcas de la miseria o la
servidumbre, ni por la hinchazón de una riqueza grosera; quería que los
colegiales recitaran con voz justa las lecciones de un buen saber; que las
mujeres, en sus hogares, se movieran con dignidad maternal, con una calma llena
de fuerza; que los jóvenes asistentes a los gimnasios no ignoraran los juegos
ni las artes; que los huertos dieran los más hermosos frutos y los campos las
cosechas más ricas. Quería que a todos llegara la inmensa majestad de la paz
romana, insensible y presente como la música del cielo en marcha; que el
viajero más humilde pudiera errar de un país, de un continente al otro, sin
formalidades vejatorias, sin peligros, por doquiera seguro de un mínimo de
legalidad y de cultura; que nuestros soldados continuaran su eterna danza
pírrica en las fronteras; que todo funcionara sin inconvenientes, los talleres y los templos;
que en el mar se trazara la estela de
hermosos navíos y que frecuentaran las rutas
numerosos vehículos; quería que, en un mundo bien ordenado, los filósofos
tuvieran su lugar y también lo tuvieran los bailarines. Este ideal, modesto al
fin y al cabo, podría llegar a cumplirse si los hombres pusieran a su servicio
parte de la energía que gastan en trabajos estúpidos o feroces; una feliz oportunidad
me ha permitido realizarlo parcialmente en este último cuarto de siglo. Arriano
de Nicomedia, uno de los seres más finos de nuestro tiempo, se complace en
recordarme los bellos versos donde el viejo Terpandro definió en tres palabras
el ideal espartano, el perfecto modo de vida que la Lacedemonia soñó siempre
sin alcanzarlo: la Fuerza, la Justicia, las Musas. La Fuerza constituía la
base, era el rigor sin el cual no hay belleza, la firmeza sin la cual no hay
justicia. La Justicia era el equilibrio de las partes, el conjunto de las
proporciones armoniosas que ningún exceso debe comprometer. Fuerza y Justicia
eran tan sólo un instrumento bien acordado en manos de las Musas. Toda miseria,
toda brutalidad, debía suprimirse como otros tantos insultos al hermoso cuerpo
de la humanidad. Toda iniquidad era una nota falsa que debía evitarse en la
armonía de las esferas.
(Traducción de Julio Cortázar)
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