Fotografía: Clarence Hudson
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Así
fueron marchando los días, fluyendo del tiempo puntuales, monótonos, sin un fallo.
Y yo seguía esperando sin tener una conciencia clara de qué era lo que
esperaba. Tal vez mi retorno a un equilibrio interior, tal vez algo grande,
tremendo, inesperado, algo indeterminado, deseable por su misma imprecisión. En
el fondo tenía esperanzas de sanar por dentro; de que el tiempo y la naturaleza
fuesen debilitando las profundas roderas que en mi ánimo imprimiese el carro de
la muerte; de poder decir algún día «he sido un loco» y reírme hasta desmayarme
de mi locura; de poder decir al mundo con una risa de oreja a oreja: “Señores,
yo jamás pensé casarme y hoy aquí me tienen: quince hijos en veinte años.” Pero
atrás de todas estas esperanzas imprecisas y vagas, que ni aun a mí mismo
conscientemente osaba confesarme, me atormentaba una idea fatalista: “El hombre
puede cambiarlo todo -me decía-, transformarse hasta físicamente, enmendar su
vida, sus instintos, sus costumbres, pero jamás podrá modificar la luz que
porta dentro de sí y a cuya claridad examina la mesmedad de su paso. El
hombre libremente puede elegir su camino, pero no puede alterar a voluntad la
luz bajo la cual camina.”
En tanto,
seguía esperando. ¿Qué? No lo sé. Algo indefinible, inconsistente. Pero seguía
esperando...
Miguel
Delibes, La sombra del ciprés es alargada
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