sábado, 4 de diciembre de 2010

El otoño y Fernando Pessoa

Dedicando estos días a releer el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa me gustaría recordar aquí las palabras de Bernardo Soares (heterónimo de Pessoa) acerca de esta estación tan especial….

En su lengua original:

Depois que os últimos calores do estio deixavam de ser
duros no sol baço, começava o outono antes que viesse,
numa leve tristeza, prolixamente indefinida, que parecia uma
vontade de não sorrir do céu. Era um azul umas vezes mais
claro, outras mais verde, da própria ausência de substância
da cor alta; era uma espécie de esquecimento nas nuvens,
púrpuras diferentes e esbatidas; era, não já um torpor, mas
um tédio, em toda a solidão quieta por onde nuvens atravessam.

A entrada do verdadeiro outono era depois anunciada
por um frio dentro do não-frio do ar, por um esbater-se das
cores que ainda se não haviam esbatido, por qualquer coisa
de penumbra e de afastamento no que havia sido o tom das
paisagens e o aspecto disperso das coisas. Nada ia ainda mor
rer, mas tudo, como que num sorriso que ainda faltava, se
virava em saudade para a vida.

Vinha, por fim, o outono certo: o ar tornava-se frio de
vento; soavam folhas num tom seco, ainda que não fossem
folhas secas; toda a terra tomava a cor e a forma impalpável
de um paul incerto. Descoloria-se o que fora sorriso último,
num cansaço de pálpebras, numa indiferença de gestos. E
assim tudo quanto sente, ou supomos que sente, apertava,
íntima, ao peito a sua própria despedida. Um som de redemoinho
num átrio flutuava através da nossa consciência de
outra coisa qualquer. Aprazia convalescer para sentir verdadeiramente
a vida.

Mas as primeiras chuvas do inverno, vindas ainda no
outono já duro, lavavam estas meias-tintas como sem respeito.
Ventos altos, chiando em coisas paradas, barulhando
coisas presas, arrastando coisas móveis, erguiam, entre os
brados irregulares da chuva, palavras ausentes de protesto
anônimo, sons tristes e quase raivosos de desespero sem
alma.

E por fim o outono cessava, a frio e cinzento. Era um
outono de inverno o que vinha agora, um pó tornado lama de
tudo, mas, ao mesmo tempo, qualquer coisa do que o frio do
inverno traz de bom — verão duro findo, primavera por chegar,
outono definindo-se em inverno enfim. E no ar alto, por
onde os tons baços já não lembravam nem calor nem tristeza,
tudo era propício à noite e à meditação indefinida.

Assim era tudo para mim antes que o pensasse. Hoje se
o escrevo é porque o lembro. O outono que tenho é o que
perdi.


Do "Livro do Desasassocego, composto por Bernardo Soares, ajudante de guardalivros
na cidade de Lisboa, por Fernando Pessoa.


Y ahora en nuestra lengua:
Desde que los últimos calores del estío dejaban de ser rigurosos al sol empañado, comenzaba el otoño antes de que llegase, en una leve tristeza prolijamente indefinida, que parecía un deseo de no sonreír del cielo. Era un azul unas veces más claro, otras más verde, de la propia ausencia de substancia del dolor alto; era una especie de olvido en las nubes, púrpuras, indiferentes y difuminadas; era, no ya un torpor, sino un tedio, en toda la soledad quieta por donde las nubes pasan.
La entrada del verdadero otoño era después anunciada por un frío dentro del no-frío de aire, por un difuminarse de los colores que todavía no se habían difuminado, por algo de penumbra y alejamiento en lo que había sido el tono de los paisajes y el aspecto disperso de las cosas. No iba todavía a morir, pero todo, como en una sonrisa que todavía faltaba, se transformaba en añoranza para la vida.
Venía, por fin, el otoño verdadero: el aire se tornaba frío de viento; sonaban las hojas con un tono seco, aunque no fuesen hojas secas; toda la tierra tomaba el color y la forma impalpable de un pantano indeterminado. Se decoloraba lo que había sido sonrisa última, en un cansancio de párpados, en una indiferencia de gestos. Y así todo cuanto siente, o suponemos que siente, apretaba, íntima, al pecho su propia despedida. Un son de remolino en un atrio fluctuaba a través de nuestra conciencia de otra cosa cualquiera. Agradaba convalecer para sentir verdaderamente la vida.
Pero las primeras lluvias del invierno, llegadas también en el otoño ya riguroso, lavaban estas tintas como sin respeto. Vientos altos, rechinando en las cosas paradas, desordenando cosas presas, arrastrando cosas móviles, erguían, entre los clamores irregulares de la lluvia, palabras ausentes de la protesta anónima, sones tristes y casi rabiosos de desesperación sin alma.
Y por fin el otoño menguaba, a frío y ceniciento. Era un otoño de invierno el que venía ahora, un polvo vuelto del todo barro, pero al mismo tiempo, algo de lo que el frío del invierno trae de bueno: verano riguroso terminado, primavera por llegar, otoño definiéndose en invierno, en fin. Y en el aire alto, por donde los tonos empañados ya no recordaban ni calor ni tristeza, todo era propicio a la noche y a la meditación indefinida.
Así era todo para mí antes de pensarlo. Hoy si lo escribo es porque lo recuerdo. El otoño que tengo es el que he perdido.

(Traducción de Ángel Crespo)